Rebeca Abril Santos (4ºA ESO).
Primer premio en el Concurso de Relato.
Modalidad de alumnos de 3º y 4º ESO.
________________________________________________________
CHARLOTTE COLLINS
No he vuelto a acercarme al mar desde aquella noche.
No he podido.
Mis recuerdos son confusos, turbulentos, en cuanto me acerco a esa fecha fatal, pero sé que fue una noche oscura y tormentosa de septiembre, inusualmente fría. Recuerdo el viento gélido y cortante que azotaba las calles del pueblo, un viento más frío de lo que era habitual en aquella localidad costera, lugar que no he vuelto a pisar. No desde aquella noche.
Desconozco la fecha exacta. Quizá no importe. Pero lo que sé con certeza es que esa noche fue cuando mi amada, mi adorada Emily, nos dejó a mí y a este mundo en tinieblas para elevarse hacia una luz hermosa y terrible, que anhelo a la vez que temo.
Esa noche habría de morir la única mujer que he amado. Mi esposa.
La enfermedad de Emily fue larga y dolorosa. Delirios, fiebres y episodios en los que sus gritos competían por arrancarme el alma, y evocaban la cruel promesa de que, dentro de poco, mi Emily me abandonaría. Pobre de mí, solo y aquejado de aquellos episodios que solo Emily entendía.
Loco, perturbado, decían de mí. Cuando mis ojos se cerraban y solo veía aquellos cuadros espantosos, pero más vívidos que la realidad. Cuando esas visiones me obligaban a tomar la pluma y trasladar al papel de pentagramas mi tormento. Cuando pasaba días y días encerrado en mi alcoba, indiferente al movimiento del sol y la luna, solo preocupado por garabatear notas y más notas. Y cuando, al fin terminado el arrebato de creación que me había poseído, al fin completa mi sonata o sinfonía de turno, mi alma parecía vacía y me dolía la cabeza por escuchar fragmentos de melodías, ya escritas, sin orden ni concierto… Entonces solo Emily comprendía. Solo ella y yo contra el mundo.
Rebelde. Genio o loco. ¿Quién sabe? Yo, desde luego, solo conozco una verdad que pueda calificar de absoluta y esa es que, aunque aquella noche vaga por mi mente como salida de un sueño, sigue siendo más real para mí que mi vida entera.
Era ya pasada la medianoche, y yo llevaba horas, tal vez días, deambulando ente las calles de piedra de aquel pueblo costero, viejas y desiertas, cubiertas de polvo. Mi estado de ánimo era ciertamente melancólico, nervioso, fruto de aquellas semanas en las que solo podía ver a Emily delirar y sufrir infinitamente; sirva esta circunstancia para explicar cómo, sin yo quererlo, me encontré de pronto en la playa, con los zapatos manchados de arena, mirando sin verlo el amplio mar, tan ancho como vacío para mis ojos.
Nunca, ni siquiera antes de esa hora aciaga, me ha gustado el mar. Desde que puedo recordar, ha anidado en mi alma un terror profundo, animal, hacia esa inmensidad hipnótica y terrible. Acaso sea un regusto que me ha quedado de alguna leyenda que oyese de niño sobre cómo la atracción que ejercen las sirenas acaba arrastrando al mar a quienes las escuchan – ahora mismo me estremezco solo por escribir estas palabras- y les causa la muerte. Sin embargo, sin que importe la razón, puedo asegurar que, cuando me vi frente al mar aquella noche, un miedo oscuro y sin nombre empezó, poco a poco, a enlazarme y atraparme con sus garras de niebla.
Aún hoy soy incapaz de explicarme por qué me quedé allí, como clavado en la arena, en vez de refugiarme en las calles oscuras de ese pueblo dormido. ¡Ojalá hubiese huido! ¡Ojalá no hubiese presenciado lo que había de acontecer aquella noche! ¡Ojalá pudiese olvidarlo!
Pero no puedo. El fantasma de aquella noche pesa sobre mí. Y así será, hasta que me lleve la muerte, y pueda descansar al fin.
No sé cuánto tiempo permanecí en la playa, simplemente observando el mar. El suave vaivén de las olas, siempre igual, siempre monótono, me adormeció hasta hacerme concebir la esperanza de que todo –la enfermedad de Emily, nuestra estancia en ese pueblo de pescadores que hoy llamo maldito- era un sueño, una pesadilla. Lo que sí sé es que aquello que me despertó de mi letargo fue, sin duda, algo sobrenatural. ¿Cómo explicar, si no, la extraña sensación que me invadió en ese momento, y que nunca antes había sentido, ni he vuelto a sentir después? ¿Cómo explicar que me sentí de pronto bañado por la cálida luz del sol, cuando era noche cerrada y el mar era una balsa toda negra y plateada?
Así es. A pesar de la oscuridad en mí y a mi alrededor, sentí con todo mi ser que una luz dorada y cruel se cernía sobre mí, como presagio de lo que vieran mis ojos apenas un segundo después.
Una mano, blanca como la nieve, perfecta y elegante, surgió de esa masa negra que era el agua y pareció saludarme por un instante.
Lejos de la orilla o tal vez a un metro escaso… No sé dónde la vi, pero la imagen de aquello mano todavía me persigue.
Porque después de la mano fue el cuerpo. Sintiéndome febril, como delirando, vi con maravillosa claridad cómo una silueta emergía de las aguas para luego sumergirse de nuevo en apenas dos segundos. Una piel nívea, una figura bellamente modelada, pero una cola de serpiente y cabellos que parecían algas estropeaban la aparente belleza de la sirena.
Era una sirena, estoy seguro, porque en sus ojos había un hambre y un anhelo que yo solo podía relacionar con una cosa: la mar, cautivadora y hambrienta, que no llamaba con su ruido monótono y su vaivén, y cuya llamada me aterraba desde siempre.
Cuando la sirena empezó a cantar, un mundo nuevo se reveló ante mí. Colores y olores y toda clase de cosas que solo algunas noches, inmerso en mi trabajo, había atisbado como a través del ojo de una cerradura. La música me había hecho experimentar algo parecido, pero el canto de la sirena no puede reproducirse con nuestra música, que s solo un vago reflejo de lo que, en ese momento, hizo que me invadiese un pánico cerval, infinito.
La voz de la sirena siguió resonando, y yo pude entrever, como detrás de una neblina, lo que sería mi salvación (o mi condena): el rostro de mi Emily me miraba desde algún lugar lleno de luz y espuma y remolinos oscuros y estruendosos. ¿Es posible ver algo con el oído? Si es así, no cabe duda de que o vi el rostro de Emily en el canto de la sirena.
En el mismo instante en que distinguí sus ojos, un arrebato de fascinación, terror, locura y quién sabe qué más hizo que perdiese la cabeza y la visión. La sirena desapareció entre olas, y yo… Yo desaparecí en la masa negra del mar, que me llamaba sin descanso.
Me encontraron en la orilla, enredado con las algas que había traído la marea. Acompañado por un marinero que me había salvado al hacerme vomitar el agua que tenía en los pulmones. Dijo que me había visto adentrarme en el mar… y que me había salvado.
Dijeron que habrá sido un «intento de suicidio en un rapto de locura». Cuando me llevaron a casa, fue solo para descubrir que Emily había muero pocos minutos antes.
No he vuelto al mar desde entonces, Tampoco he vuelto a componer.
Porque cuando pienso en el mar, solo veo una tumba negra y silenciosa. Cuando intento escribir música, las melodías me recuerdan al canto hambriento de una sirena. Y cuando pienso en el ruido de las olas, solo oigo el llanto de mi querida Emily. Perdida, arrebatada. Fuera de mi alcance. En algún lugar, adonde van los sueños y los delirios que no me dejan dormir en las noches oscuras.