Por Rebeca Abril Santos (1º Bachillerato).
Este texto ha pasado a la final de las olimpiadas filosóficas en la categoría de disertación.
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Cuando se diagnostica una enfermedad terminal, la medicina suele ofrecer dos opciones. Una es apostar por tratamientos agresivos, a menudo experimentales, arriesgados y con pocas probabilidades de éxito; la otra es acogerse a los cuidados paliativos.
Los cuidados
paliativos se ofrecen a pacientes con una enfermedad terminal que ya no responde
al tratamiento. Su objetivo es proporcionarles alivio para el dolor,
sustituyendo el tratamiento de la enfermedad por uno de analgésicos, y apoyo
psicológico para aceptar la muerte, así como ayudar a los allegados al paciente
con el duelo. Por tanto, podemos decir que este tipo de atención sanitaria se
basa en el alivio del sufrimiento del paciente, tanto físico como mental;
los cuidados paliativos suponen una labor humanitaria y empática, y muy
exigente. En palabras de la filósofa Victoria Camps, «cuidar implica desplegar
una serie de actitudes que van más allá de realizar unas tareas concretas de vigilancia, asistencia, ayuda o control; el
cuidado implica afecto, acompañamiento, cercanía, respeto, empatía con la persona a la que hay que cuidar.» Sobre esta
definición, precisamente, se asientan los cuidados paliativos.
A muchos les
parecerá atractiva, en teoría, la idea de este tipo de cuidados,
por la gran ayuda que suponen
para los moribundos al final de su vida. Pero lo cierto es que, cuando se les da a
elegir entre una tratamiento agresivo —la mentalidad de luchar por la vida a
toda costa— o cuidados paliativos —que conllevan aceptar la muerte—, la gran
mayoría de pacientes terminales eligen la primera opción. ¿Es esta la mejor
decisión? Desde el punto de vista del bienestar del paciente, la respuesta es, casi siempre,
no, debido a las razones
que se detallarán a continuación y que demuestran que los cuidados
paliativos merecen una atención que actualmente no se les concede.
Para empezar,
veamos un ejemplo. Pongamos que una persona
joven padece de un cáncer
de pulmón; aunque ha pasado por varios ciclos de quimioterapia, el
cáncer no ha respondido al
tratamiento, y además se ha extendido a otros órganos. En este punto, su médico
le plantea dos alternativas: interrumpir el tratamiento y acogerse a una unidad
de cuidados paliativos, o probar con otro experimental, muy agresivo y con dolorosos
efectos secundarios.
El paciente
es joven y (comprensiblemente) no quiere morir; no quiere renunciar a las
promesas que le ofrecía la vida antes del cáncer. Dejar el tratamiento ¿no sería una renuncia?
¿Una derrota?
Además, le han dicho que hay muy pocas posibilidades de que el tratamiento
experimental funcione, pero no que no haya ninguna. ¿No va a morir
de todas formas?
¿Qué pierde por intentarlo?
Con estos razonamientos, nuestro
paciente decide probar el nuevo tratamiento. Y no solo no funciona, sino que también
le provoca fuertes
dolores y deteriora
su cuerpo todavía
más. Pasa la mayor parte del
tiempo durmiendo y es incapaz de apreciar y disfrutar, en la medida
de lo posible, el tiempo que
le queda con sus seres queridos. Un par de meses después,
el paciente muere. Y no ha
tenido una buena muerte, ni mucho menos: sus últimos días han estado divididos
entre la inconsciencia y el dolor. Para su familia, verle luchar contra su
final, sintiéndose tan impotente, ha sido devastador.
¿Habría sido una
mejor opción optar por los cuidados paliativos? Sin duda. Nuestro
paciente se habría ahorrado muchos dolores y efectos secundarios, y habría recibido
apoyo emocional para aceptar
su muerte; habría pasado sus últimos días bien acompañado, y seguramente mucho
más feliz.
Este ejemplo,
que ilustra la importancia de los cuidados paliativos, puede dejarnos un mal sabor
de boca. El paciente habría, habría, habría… El condicional expresa una
oportunidad perdida, remordimientos y, sobre todo, lo inútil que parece ponerse
a pensar en si tal o cual persona debería haber pedido cuidados paliativos.
Y, sin
embargo, es necesario pensarlo. Son necesarios los remordimientos. Y es necesario
que seamos conscientes de la gran ayuda que sería para los enfermos
terminales y sus familias darles a los cuidados paliativos más importancia.
Para esto no
basta con lo obvio, que es invertir más dinero o formar a más personal
sanitario en el sector: hay que aprender a aceptar la muerte, un
elemento fundamental en los cuidados paliativos.
En esta
sociedad hay un arraigado rechazo hacia la idea de la muerte, hacia hablar de
ella, aceptarla. Pero tal vez esto no debería ser así. Martin Heidegger dijo
que «si tomo la muerte en mi vida,
la reconozco y la afronto directamente, me liberaré de la ansiedad
de la muerte y de la
mezquindad de la vida, y solo entonces seré libre para convertirme en mí
mismo.» Entonces ¿cómo van a entender y apreciar la vida aquellos que evitan
pensar en la muerte, o la ven como un esqueleto encapuchado
que amenaza el porvenir con una guadaña en la
mano? Habría que tener en cuenta la definición del estoico Marco Aurelio:
«¿Qué es la muerte? Porque si se la mira a ella exclusivamente y se abstraen,
por división de su concepto, los fantasmas que la recubren,
ya no sugerirá otra cosa sino que es obra de la naturaleza.»
De todos modos, puede que la
gente joven y sana pueda apartar la muerte de sus pensamientos la mayor parte
del tiempo, especialmente en el ajetreo de la vida actual. Pero para un enfermo
terminal la muerte no es una posibilidad remota sobre la que ya meditará algún
día, cuando sea anciano, ni está lo bastante lejos como para ignorarla; los
enfermos terminales conviven con la idea de la muerte día y noche. Y aún así la mayoría de ellos no es
capaz de aceptarla. Esta es la razón por la que tantas personas rechazan los
cuidados paliativos: porque para recibirlos hay que firmar un impreso
indicando que uno es consciente de que su enfermedad es
terminal y que renuncia a la atención sanitaria que la trata.
Hace falta
valor para firmar
ese documento, un valor que pocos enfermos hallan sin ayuda. Es como un
círculo vicioso: sin la ayuda de los cuidados paliativos rara vez hay valor
para aceptar la muerte, y sin valor para aceptar la muerte no se suele acceder
a los cuidados paliativos.
También hay que recalcar que, si
no se les da la importancia necesaria a los cuidados paliativos, es en parte
porque el sistema sanitario actual no tiene la actitud más adecuada respecto a
ellos. Los médicos suelen ver la enfermedad como un problema que hay que
resolver a toda costa; durante
sus años de estudio no se les prepara para lidiar con una
enfermedad que
no tiene remedio, y tampoco para reconocer en
voz alta que a un paciente le quedan menos de seis meses de vida. Es
más fácil hablar sobre un tratamiento experimental, o una
nueva combinación de fármacos, que preguntarle al paciente si prefiere algún
tanatorio en particular. No hay tantos médicos que quieran especializarse en cuidados paliativos; y, sin embargo, uno
pensaría que la labor de la medicina
debería llegar hasta
la muerte del paciente,
en vez de quedarse estancada en ese momento en el que el especialista
—después de hablar de las radiografías y del TAC con tecnicismos huecos—
consigue decir que lo siente y no hay
nada que hacer. Como dijo Francias Bacon, «la función del médico es devolver la
salud y mitigar los sentimientos y dolores, no solo en cuanto esa mitigación
puede conducir a la curación, sino también en cuanto que puede procurar una
eutanasia: una muerte tranquila y fácil. En nuestro tiempo los médicos
abandonan a los enfermos cuando han llegado al final. [...] El médico debe
estar junto al paciente, cuando se encuentra muriendo.» La doctora Elizabeth
Kübler-Ross va más allá, diciedo que «quisiera asegurarles que estar sentado
junto a la cabecera de los
moribundos es un regalo, y que el morir no es necesariamente un asunto triste y
terrible. Por el contrario, se pueden vivir cosas maravillosas y encontrar
muchísima ternura.» Si esta visión fuera más habitual en el ámbito sanitario,
los cuidados paliativos se tendrían mucho más en cuenta, y no solo como una gran ayuda para el paciente, sino también
como una oportunidad de enriquecimiento para el personal sanitario.
De todo lo
que se ha dicho hasta aquí se extrae que los cuidados paliativos están,
desgraciadamente, infravalorados. Pero ¿qué hay de los inconvenientes? Nada es perfecto, y, por supuesto, los cuidados paliativos
no son la excepción.
Probablemente el mayor argumento
en su contra sea que traen consigo la pérdida de la esperanza de cura. Aunque
apostar por los cuidados paliativos supone preocuparse sobre
todo por el bienestar del paciente, toda elección conlleva una renuncia,
y en este caso se trata de renunciar a la posibilidad de vencer la enfermedad,
por mínima que sea. Se dice que la esperanza es lo último que se pierte;
y cuando a un paciente
se le presenta la opciónd
e probar un tratamiento con
pocas probablidades de éxito, lo que más llama su atención no es el 99%
de probabilidad de que sea inútil, sino ese pequeño 1%, que le promete la curación.
¿Y si su caso es precisamente ese uno entre cien, o entre mil, en el
que sí va a funcionar?
Es difícil renunciar a ese
resquicio de esperanza, porque siempre cabe una mínima posibilidad. Pero ¿es
aferrarse a esa posibilidad los más sabio? Puede
que ocurra un milagro,
pero ¿y si no, que además es lo más seguro? ¿Hay que sacrificar los últimos
momentos de bienestar por una gota de esperanza?
Nietzsche escribió
que «la esperanza es el peor de los males, pues prolonga el tormento de los
hombres.» En el área de los cuidados paliativos, esta afirmación resulta
ser cierta en muchos
casos. Los que renuncian a este tipo de cuidados por la esperanza de curarse
renuncian también a una buena muerte y casi siempre acaban sufriendo muchísimo
más.
Algo más en contra de los cuidados
paliativos es el sentimiento de culpabilidad por «no haber hecho suficiente.» Suele afectar a
los allegados al paciente, y hace que el duelo sea aún más difícil y doloroso. Pongámonos en el lugar del hijo de una paciente terminal que ha decidido
renunciar al tratamiento y acudir a una unidad de cuidados
paliativos. No cabe duda de que ha sido una decisión difícil para esa paciente;
y también es seguro que su hijo habrá pasado alguna noche —o muchas—
preguntándose si es la decisión correcta, si no debería haberle insistido a su
madre para que probase algo más antes de darse por vencida…
El
remordimiento por no haber hecho algo más es un sentimiento terrible. Pero a
veces es necesario distinguir entre
cantidad y calidad. Tal vez se podrían haber hecho
más cosas por un paciente, haberle sometido a más cirugías o tratamientos, pero
¿habría mejorado eso su calidad de vida durante el final? En la mayoría de los
casos, no. El camino más seguro para tener —dentro de lo que cabe— un final
feliz es aquel que no hay que recorrer en solitario. Aquel que está iluminado,
pero que no niega las sombras. Aquel en el que el viajero está acompañado por
personas que realmente se preocupan por él y su dolor, y que le darán consuelo
hasta el final. Aquel camino, en definitiva, que ofrecen los cuidados paliativos.
Todo lo dicho anteriormente va encaminado a demostrar que los cuidados paliativos tienen mucha más importancia de la que se les da en la actualidad. Según Elizabeth Kübler-Ross, «morir no debe significar nunca padecer el dolor. En la actualidad la medicina cuenta con medios adecuados para impedir el sufrimiento de los enfermos moribundos. Si ellos no sufren, si están instalados cómodamente, si son cuidados con cariño y si se tiene el coraje de llevarlos a sus casas —a todos, en la medida de lo posible—, entonces nadie protestará frente a la muerte.» Este es el enfoque que le dan los cuidados paliativos al final de la vida. Aunque es duro mirar a la muerte a la cara, debemos recordar que no tenemos que hacerlo solos; y quien reúna sus fuerzas para pedir ayuda y aceptar la muerte descubrirá el valor del consejo de Marco Aurelio: «no desdeñes la muerte; antes bien, acógela gustosamente, en la convicción de que esta también es una de las cosas que la naturaleza quiere».