Hola a todas y todos.
Como sabéis este año hemos dedicado las
actividades del día del libro a dos grandes escritores de los que se conmemora
el primer centenario de su nacimiento: el mexicano Juan Rulfo y la madrileña
Gloria Fuertes.
Para el
concurso de relatos, los alumnos de 3º, 4º de ESO, Bachillerato y Ciclos
Formativos debían incluir en sus historias una de estas citas de Pedro
Páramo de Juan Rulfo. :
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“Pero no pensé cumplir mi promesa. Hasta que
ahora pronto comencé a llenarme de sueños, a darle vuelo a las ilusiones. Y de
este modo se me fue formando un mundo alrededor de la esperanza que era aquel
señor llamado…”
-
“Sentí el retrato de mi madre guardado en la
bolsa de la camisa, calentándome el corazón, como si ella también sudara. Era
un retrato viejo, carcomido en los bordes: pero fue el único que conocí de
ella. Me lo había encontrado en el armario de la cocina, dentro de una cazuela
llena de yerbas”.
-
“Era la hora en que los niños juegan en las
calles de todos los pueblos, llenando con sus gritos la tarde. Cuando aún las
paredes negras reflejan la luz amarilla del sol”.
Relato
ganador: Enséñame a reír de Isabel
Alegre Arance, de 2ºA de Bachillerato.
Isabel Alegre recibe el premio de manos de su profesora de Lengua, Julia Morillo. |
Era la hora en que los niños juegan en las
calles de todos los pueblos, llenando con sus gritos la tarde. Cuando aún las
paredes negras reflejan la luz amarilla del sol que entra por el hueco de
la ventana. Escondido entre las sombras,
con las cortinas medio corridas, se asoman un par de ojos entre la fina línea
por la que se deja ver el exterior. Unos ojos grises, tristes, solitarios,
jóvenes. Muy jóvenes. Demasiado jóvenes para sentir tristeza. Abre un poco más
las cortinas. Un chaval, jugando al fútbol, pasa persiguiendo un balón seguido
por aún más niños. Agarra las cortinas con fuerza, sus nudillos, de un color
blanquecino, marcan su pequeña mano de impaciencia; junto a una alargada
cicatriz reciente que recorre el dorso de esta. Se mira la mano, recordando
algo. Inspira lentamente, y vuelve a
meterse en la oscuridad de su pequeña casa, sumida en un terrible silencio.
De vez en cuando
pensaba que era un vampiro. Si no, ¿por qué nadie jugaba con él? Era obvio,
porque era un vampiro y el resto le tenían miedo. Por eso su madre, una mujer
demasiado alta, a la que la enfermedad se le marcaba en forma de huesos, no le
dejaba salir. Por eso no jugaba, por eso no iba a la escuela, por eso no sabía
reír.
No, no sabía muchas
cosas, no sabía por qué el cielo era azul; no sabía cómo iba a clavarse las
tijeras si corría; no sabía montar en bicicleta ni hacer una voltereta doble
hacia atrás. Pero él en realidad no quería saber nada de eso. Él quería saber
reír. Solía mirar por la ventana para oír ese sonido. Era todo un misterio para
él. Parecía producirlo algo que é no conocía. ¿Por qué reían cuando alguien
caía al suelo? ¿Por qué cuando uno de ellos decía algo con una mueca extraña en
la boca? ¿Por qué reían al mirarse mucho rato? ¿Por qué sonaba así la risa?
¿Por qué reír? ¿Por qué él no podía reír? Tras nueve años, no le intrigaba el
sonido de los pájaros o el de un instrumento. A él le intrigaba el sonido de la
risa. Porque su madre no reía de la misma manera. Ella reía como si supiese
algo que él no. Algo más que cómo reír. Exactamente como las brujas malvadas de
las películas que reían a escondidas en la tele.
Tenía, necesitaba saber
cómo era reírse por qué la gente se reía, por qué él no podía reírse. Así que,
¿por dónde empezaría? A lo mejor debía
preguntarle a su madre. Pero… a su madre no le gustaban las preguntas, fuese
cual fuese. ¿Qué pasaría si salía de
casa un momento y preguntaba a los niños? Pero entonces, como era un vampiro,
la luz de la tarde le quemaría la piel. O le daría un brillo muy extraño que
seguro no le gustaba a nadie. Si esperaba a la noche, los niños volverían a sus
casas. Estaba atrabajo en aquella casa. Su madre parecía la única opción
válida… Así que empieza a subir las escaleras que llevan a la habitación donde
solía confinarse su madre. Misteriosamente, las escaleras crujen ante su leve
peso. Se oye la tos seca de su madre y el sonido baja corriendo a encontrarse
con los atemorizados oídos del chico. Vuelve a inspirar con fuerza. Por fin,
sube el resto de las escaleras. Pensando que si recorría rápido ese tramo, se
le iría el miedo. Los vampiros no tienen miedo. Tras unos breves momentos de
duda, pasa el umbral de la habitación en penumbra.
-Madre…- se oye
débilmente, en un hilo de voz.
Los ojos de la
mujer viajan rápidamente de un viejo libro a la menuda figura del niño.
-¿Qué te pasa?-
pregunta con brusquedad su madre, con los claros ojos fijos en aquella
temblorosa masa de huesos.
- Enséñame a reír,
por favor.
Y su madre, ante la
petición del débil chico, ríe. Pero sigue sin ser la risa que el niño quiere
aprender. Solo recibe una carcajada fría, maliciosa, burlona, de bruja.
Y pensó el niño
que, seguramente, esa era la única manera de reír.
Accésit a Lucía Romero Fernández, de 2º E de Bachillerato
“Cuídalo”, me dijo mi madre, con una
sonrisa. “Te tiene que durar hasta que seas mayor”.
Mientras iba camino de mi habitación,
haciendo cuentas mentales para saber cuánto quedaba exactamente para que me
hiciera “mayor”, asentí con la cabeza y le juré a mi madre, pálida y cansada,
que lo trataría como si fuera de oro.
Pero no pensé en cumplir mi promesa. Hasta que ahora pronto ocmencé a llenarme
de sueños, a darle vuelo a las ilusiones. Y de este modo se me fue formando un
mundo alrededor de la esperanza que era aquel señor llamado Lápiz.
Tenía la piel clara, era
delgado, pero robusto, y su voz invitaba a ser feliz. Me inspiraba. Me
inspiraban todas las cosas que iba a poder hacer con alguien como Lápiz. Yo, a
mis tiernos nueve años, dejé que me llevara por ríos, caminos, escondites donde
no solo todo es posible, sino que todo es bello.
Me enseñó a creer, a crear. Me enseñó que el amor es
la mano y él el cincel con el que debía dejar constancia, en piedra: fuerte y
eterna, de ese mundo que era mi alma. Mi mano, aún torpe, pincelaba palabras
que no tenían sentido, sino que lo daban; me lo daban. Pues el arte son los
artistas y las palabras, sin propósito, no son nada.
El sonido de Lápiz en el papel creaba una melodía
hipnótica, cuya partitura traducía yo a palabras, verdaderas, y tan mías que
tenía miedo de dejarlas escapar con tanta fuerza que me quedara vacía. Una
carcasa de persona sin nada que decir, ni nada que pensar, ni nada que soñar.
Este temor se desvaneció al percatarme de que mis
palabras soy yo, mi mente, mi cuerpo; soy una fuente eterna de eternas letras.
No me estaba vaciando. Me estaba liberando. Lápiz es una extensión de mí, una
idea solidificada, un pensamiento hecho materia.
Y esta soy yo. En este papel, en esta tinta; soy yo.
Accésit al relato de Lucía Prados
Gómez de 3ºB ESO.
Lucía recibe el premio de manos de su profesora, Carmen Lamora. |
Después del
banquete que habían celebrado en el hotel decidí irme a dormir. En estos días
de vacaciones, entre unas cosas y otras, había conseguido dormir muy poco así
que debía aprovechar la única noche libre que tenía para descansar.
Como todo el mundo
estaba en la fiesta no se oía ni una mosca en la zona de habitaciones, cosa que
me inquietaba. Miré por la ventana; no había absolutamente nadie en los
alrededores del pueblo. Me quité el reloj y lo dejé encima de la mesita de noche,
al lado de mi cuaderno de viajes.
Miré el cuaderno y
abrí la primera página, notaba algo raro en él. Le di cuidadosamente la vuelta
a la contraportada y vi un extraño dibujo en la esquina inferior izquierda.
Era una especie de
flor, con los pétalos alargados y puntiagudos. Di por hecho que el dibujo había
sido obra de mi hermana ya que siempre le encanta toquetear todas mis cosas,
así que no le di mucha importancia y me acosté.
Al día siguiente,
mi familia decidió ir a visitar el pueblo y hacer una ruta turística por el
bosque y el río próximo. Estuvimos toda la mañana echando fotos y andando, y
decidimos pararnos a almorzar al lado de la cascada donde nacía el río. El
bosque era bonito la verdad, pero no había mucho que hacer así que me recosté
en un viejo tronco caído y empecé a mirar a los alrededores. Mientras,
escuchaba de fondo al guía de la ruta: ‘Cuenta la leyenda que por este bosque
había una aldea de pastores que un día, por una extraña razón, desapareció del
mapa. Nadie sabía el porqué o el cómo de aquella situación, pero sencillamente
se volatilizó. Lo único que se conserva de ella es la torre del campanario que
pueden ver a la derecha. También dicen que dentro de la campana se encuentra la
historia de la ciudad grabada con dibujos…’
Estaba anocheciendo,
era la hora en que los niños juegan en
las calles de todos los pueblos, llenando con sus gritos la tarde. Cuando aún
las paredes negras reflejan la luz amarilla del sol. Me levanté del tronco
cuidadosamente y noté un pinchazo en la mano. Al parecer me había clavado una
ramita del tronco que sobresalía, no era mucho, pero tenía un arañazo en la
palma de la mano. La instructora me dijo que fuera al edificio del botiquín,
una pequeña casita situada al lado del campanario. Llamé a la puerta pero nadie
contestaba, ¿qué clase de profesionalidad era esta? Me senté en el poyete que
había al lado y miré el campanario de arriba abajo, estaba medio destrozado. De
repente, mis ojos se pararon en la puerta inexistente. Las tentaciones de
entrar eran demasiado grandes, así que me fui aproximando poco a poco hasta
asomar la cabeza por el agujero de la puerta. Allí dentro no había nada,
simplemente plantas y malas hierbas que habían ido creciendo con el paso del
tiempo.
Decidí irme de
allí, y caí en la conclusión de que todas esas historias eran una farsa, solo
trucos para atraer a los turistas. Me fui aproximando al poyete de antes y me
paré a mirarlo de nuevo. Había una especie de moneda, con un bonito dibujo
grabado. Entonces caí, era el mismo signo del cuaderno de la noche anterior. Y,
¿qué significaba ese signo? Pues a día de hoy, después de más de treinta años
sigo sin saberlo. Sigo guardando el cuaderno y la moneda, aunque no he
encontrado forma de averiguarlo. Pero, ¿eso es lo bonito de los misterios, no?
Emocionante sentir que aquellas niñas que en su paso a adolescentes me tuvieron como profe de lengua en nuestro querido Colegio del Rosario, volaron de rama en rama por los libros, gozaron, sintieron y soñaron a través de ellos. Hoy ellas son las que nos hacen elevar el vuelo y nos emocionan con su sensibilidad.
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