Por Natalia González Menchén
El general Eroth llegaba de la primera batalla que había librado en la recién comenzada guerra entre los reinos de Cyo y Atilia. Dicho evento comenzó por la confusión de la reina del primer territorio, Loren, al pensar que su mujer y reina de Atilia, Daliah, le había estado engañando con nuestro protagonista.
Daliah, totalmente enfadada y en plena cólera por sus acusaciones, declaró que los dos reinos serían enemigos hasta que su esposa no se retractara ante sus palabras.
Sin embargo, a Eroth no le importaba que su nombre estuviera manchado por esa absurda difamación, pues él sabía cuál era la verdad y a quién llevaba en su corazón. Sus pensamientos se dividían en dos mientras veía cómo su lejano hogar estaba más cerca de lo que él imaginaba. Poder ver a Zafyr después de estar fuera de casa durante unas semanas alegraba su frío corazón. Todo el mundo sabía que Zafyr era la única persona que se acercaba a Eroth sin temerle a su mal temperamento. Esto a él le hacía feliz, pues ella sabía ver que él no solo era distante con la gente, sino que le costaba confiar en los demás y tardaba un tiempo en cogerle cariño a las personas de su entorno.
Quitando eso, su mente también estaba dividida por las palabras que la reina Loren le había dirigido antes de salir de su reino. “La desgracia llegará a tu vida, espero que lo tengas presente”. ¿Era eso una especie de maldición, o simplemente había intentado meterle miedo? A Eroth no le gustaban las bromas, pero en ese momento era lo que más deseaba frente a esa declaración.
Al final, sonrió al ver que estaba delante de la entrada de su gran alcázar, el cual estaba lleno de magníficos árboles cubiertos de nieve ante la llegada del invierno.
Eroth empezó a caminar más deprisa; saber que encontraría a su amiga en el pequeño balcón que había en el árbol central de la parcela hacía que recordase la última conversación que mantuvieron los dos. Aún recordaba el tacto de sus pequeñas manos, las que sujetó con delicadeza aquella vez.
-Volverás, ¿verdad? No podría soportar el no verte más.
-Estaré aquí tan pronto como me sea posible. No sufras por mí y vive tan feliz como lo haces con mi presencia.
-¿Y si algo amenazara a vuestro hogar? ¿Cómo podría comunicároslo?
-Tenemos nuestros colgantes. Cualquier cosa que ocurra será de mi conocimiento gracias a la conexión de estos.
-Sólo quiero que me digáis que estaréis bien” -Eroth recordó cómo los ojos de Zafyr brillaban más que nunca, los cuales estaban a punto de colapsar y dejar caer las lágrimas que retenían.
-Estaré bien, de verdad.
Pero la afirmación de Eroth no llegó a ser verdad, pues la preocupación se apoderó de él cuando vio el colgante de Zafyr caído en el nevado patio del alcázar. ¿Qué hacía eso ahí y por qué no estaba colgado en el esbelto cuello de su confidente?
Eroth aceleró todavía más el paso, temiendo que algo le hubiera sucedido en su ausencia y, que en parte, eso fuera por su culpa.
Al llegar al balcón del gran árbol en el que se encontraba su hogar, los ojos de Eroth se empequeñecieron al descubrir la fatídica escena que entristeció su corazón.
Él corrió y corrió hacia el lugar donde se hallaba el pálido cuerpo de Zafyr, que estaba adornado con pequeñas marcas de enredaderas que aclaraban lo que le había ocurrido a la pobre muchacha. La reina Loren, que era conocida por el gran poder que le otorgaba la naturaleza, había desencadenado el cruel final que obtuvo Zafyr. Si alguien obtenía esas marcas, la muerte alcanzaría a esa persona hasta su último latido.
Eroth recogió los largos y caídos mechones de pelo de la chica mientras lloraba y abrazaba el inerte cuerpo de su amiga. Lloraba por su pérdida, por todos los momentos en los que la vio sonreír y nunca más lo haría; por todas esas ocasiones en las que fue feliz por ella, por todas esas veces en las que su belleza y personalidad lo deslumbraban más que el radiante sol de verano. Eroth lloraba porque nunca fue capaz de decirle que la amaba.
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