Nunca sabrás si aquella mirada era o no una despedida...
Los humanos somos seres crudos, frívolos, egoístas, derrochadores y maliciosos por naturaleza. Además es algo indiscutible, es ese algo que por más que nos parezca rebatible, nunca encontramos verdaderos argumentos con los que contradecirlo.
Rara vez nos paramos a pensar en la sensación reconfortante del abrazo de una madre. Ni cómo es sentir sus besos sobre la mejilla, besos que acabamos limpiando furiosos con la manga de la camiseta, incluso aunque veamos cómo sus ojos se llenan de un brillo triste que intenta ocultar con una pequeña sonrisa. No valoramos a quien nos observa crecer desde las sombras, la que nos guía en la oscuridad para que no nos perdamos, nos lee cuentos, nos protege, acuna y aconseja durante el día. Nuestra amiga, compañera...Nuestra madre.
De vez en cuando, al mirarnos a un espejo, nos avergüenza lo que encontramos. A veces, no reconocemos, o no queremos reconocer, a la persona que nos está devolviendo la sonrisa.
Pero ella está allí, sí, detrás de ti, sujetándote por los hombros y alabando la que es su propia versión rejuvenecida. Pero no es suficiente. No lo es porque mamá no entiende que los tejanos no se ajustan a tu cuerpo o la camiseta no te queda como a los demás.
Y a ella le entristece más que a nada, le duele en el corazón cada vez que te escucha decir esas cosas e intenta, muy a su pesar, igual que el día anterior e igual que hará el día de mañana, repetirte que eres perfecto tal como eres. Pero sigue sin bastar. No nos convencen las palabras de mamá, así que, con un traspiés, te das la vuelta y decides marcharte hecho un manojo de nervios, furia incontrolada que luego pagarás con la persona que más te quiere en el mundo.
Y ella se quedará mirando al espejo, con el corazón en un puño, solo para intentar convencerse de que, a pesar de todo, algún día su pollito verá que tiene las alas más grandes de lo que imaginaba.
Los seres humanos somos una réplica parlanchina de cualquier otro animal. Algunos lo niegan y dicen que lo que nos distingue de ellos es nuestra capacidad de razonar, somos trabajadores, originales, hemos creado un mundo cómodo, regido por normas, con tecnología que nosotros mismos hemos diseñado y aprendido a manejar. Somos únicos en el mundo.
Quizás sea cierto que no somos animales dentro de nuestros trabajos, siempre enfrascados y evocados de la Tierra misma, imaginando, soñando, construyendo el mundo en el que nos gustaría vivir, pero, una vez fuera, nos comportamos como tal: Vamos a casa, comemos, dormimos, creando una secuencia de acciones que se repiten a lo largo del día como si no fuésemos racionales, guiándonos sólo por impulsos: Si tenemos hambre, abrimos la nevera y comemos, si tenemos sueño, nos tiramos en la cama, si queremos ducharnos, arrastramos los pies hasta sentirnos cómodos bajo el agua…
Pero se nos olvida que al llegar a casa, mamá nos está esperando con una sonrisa de bienvenida, con los brazos abiertos para que disfrutemos, disfrutemos y saboreemos cada momento del día. Que te sorprenda con tu plato favorito o una comida hecha con todo su cariño y tú lo ignores como si nada.
Hubo una época en la que yo también era así, un animal, pero además uno holgazán, estúpido, frívolo, egoísta...Y lo más detestable de todo, creyendo...No sé, pesando que mi vida siempre sería así. De días tristes, vacíos, solitarios…
Pero entonces la realidad se chocó de bruces conmigo y me desperté de aquella insensata ensoñación. No estaba sola. Nunca lo estuve, pues ella, aunque algo testaruda y quejica, nunca me soltó la mano ni cuando creía ir sola.
El tic tac constante del reloj de la cocina se me había colado en la cabeza como una incesante y repetitiva musiquilla. Era increíble cómo los pájaros podían seguir con el curso de su vida como si nada pasase, los claxon seguían sonando eufóricos y la vecina del cuarto continuaba haciendo las obras del baño mientras su marido, un aficionado a la jardinería, podaba tarareando la melodía de una vieja canción que seguramente alguna vez ya habría escuchado en la radio… Todo parecía inquietantemente normal. Pero no. Algo había cambiado y lo había sentido exactamente desde hacía tres días.
Giré la cabeza de un lado a otro, como si eso fuera a hacerme desaparecer o a ahuyentar a todos mis demonios. Me levanté, dejé el papel en el rellano de la entrada y fui a la cocina a prepararme un café con extra de caramelo y espuma, como me gustaba.
Pasé los dedos sobre la cafetera, nerviosa, ansiosa por nada y todo. Estaba destrozada y eso me había quitado el sueño durante tres noches. Tres noches y parecía una vida. Mientras me sentaba en la mesa, fijé la vista en el papel que brillaba con la luz del mediodía. ¿Cómo podía cambiar la vida de un día para otro? Y lo peor de todo, lo que me reconcomía todos los órganos era mirar la silla triste y vacía de al lado.
- Los cántaros cuanto más vacíos, más ruido hacen- siempre me decía mamá. Y como de costumbre, qué razón tenía, solo en su ausencia me percaté de cuánto había hecho por mí..
Se me escapó una lágrima que pronto quité de un manotazo. Pero volví a mirar.
Nada.
Solté un suplido de derrota, pero ella, no sé cómo lo sabía ni si era una locura, pero estaba allí. Y deseaba darme un beso como todas las mañanas lo hacía cuando volvía de trabajar. Y esta vez dejaría que se me marcase en la piel para siempre. Solo uno y esta vez no lo limpiaría. Si pudiera...Si pudiera aunque solo fuese una vez, me miraría al espejo con ella y admiraría su belleza, pues nunca lo hice. Cocinaría con ella, la abrazaría hasta hartarnos, iría a comprarnos ropa juntas aún siendo de épocas distintas. Sí. Lo haría, pero ya no podría pues ella había muerto, se había desvanecido con el amanecer del seis de junio. Su última mirada me advirtió que esta vez sí que era una despedida, y... era la primera vez en toda mi vida que sentía las manos vacías, frías, aterradas y esperando a que su madre volviera a tocarlas para sentirse a salvo. Pero esta vez, nada ocurrió.
Nerea Casado Ovalle, 1º C Bachillerato.
No hay comentarios:
Publicar un comentario