Por Nieves Lidón. 3ºD ESO.
El pitido característico del roce con el hierro irrumpe en la silenciosa estación haciendo que todo el mundo salga de sus pesimistas o esperanzadores pensamientos, dependiendo de a quién preguntes. Todo el mundo se levanta buscando con una mirada esperanzadora el tren causante de ese ruido. Cuando este se detiene un alivio común recorre la sala. “¡Por fin saldremos de aquí!”.
La gente avanza en avalancha hacia el tren arrastrando a todos los que nos hemos quedado rezagados. Me levanto de un salto y ayudo a mi familia a levantarse, o por lo menos lo que queda de ella, y a coger las cosas que logramos salvar antes de que cayeran las bombas. Dos bolsas de ropa y comida, solo lo básico para subsistir.
La marea de personas nos empuja y nosotros empujamos para conseguir subir desesperadamente a ese tren con miedo de que se vaya y nos deje aquí con las tropas rusas a la vuelta de la esquina. Así es el ser humano el miedo nos hace irracionales y nos obliga a pisotearnos unos a otros con el fin de ponerse a salvo. La ley del más fuerte, o más bien, el más rápido para salir a tiempo.
Cuando conseguimos subir al tren, nos acomodamos en unos asientos libres y colocamos el equipaje. Mientras tanto, mi madre nos cuenta con la mirada reparando en las dos personas faltantes y entristece su mirada. Mis hermanos y yo miramos con preocupación a mi madre ya recostada en su asiento recordando a sus hijos y marido. Mis hermanos mayores, Andril y Oxanna, y mi padre se fueron al comienzo de la guerra a defender el país en contra de la opinión de mi madre.”Ya nos defenderán otros, vosotros tenéis que cuidar de vuestra familia”; “si nosotros no protegemos nuestro país, ¿quién lo hará?”, contestaba mi padre.
Ya a buena hora de la noche cuando la paz ya recae sobre el tren me levanto tomar el aire, si eso se puede hacer en el tren. Desde que empezó la guerra no soy capaz de dormir, cada vez que cierro los ojos oigo las bombas caer y destruir mi país. Puede que ahora no las oiga pero sé que están allí.
Por lo que veo no soy la única que no puede dormir, dos señores mayores están jugando a las damas. Me acerco sigilosamente para no molestar la que parece una partida muy reñida. Después de quince minutos de juego la partida termina con la victoria de las blancas.
-Te he vuelto a ganar, Bohdan -se regodea el calvo.
-Tú siempre ganas, Mykyta -se excusa el jugador de las negras. Se me escapa un risita que me delata ante los dos compinches.
-¿De qué te ríes, niña? Ven acércate. No mordemos -se dirige hacía mí Bohdan.
-Es qué el señor se llama Mykyta -digo, señalándole-, que significa victoria y “siempre gana”...
-Una chica lista, no como tú, Bohdan -contesta, riéndose.
-¿Cómo te llamas, guapa? -pregunta su amigo, ignorando la broma.
-Anastasiya -contesto, pronunciando mi nombre en alto por primera vez desde hace mucho tiempo.
A la mañana siguiente, cuando vuelvo a mi asiento, mi madre y mis hermanas ya están despiertas y aseadas. Y para mi sorpresa, están comiendo gustosamente, sin miedo a que se acabe la comida. Cuando me acerco a mis hermanos pequeños, se le iluminan los ojos y se levantan a darme un abrazo.
-Mira Siya, nos han traído comida los buenos. ¡Nos van a salvar y papá, Oxana y Andril podrán volver a casa! -Se me ensombrece la mirada. Una niña tan pequeña no debería saber lo que es pasar hambre y ver cómo se marcha su familia a morir en la guerra.
-Claro que sí, Inha -contesto deseando tener su optimismo.
Después de tener la mejor comida que he probado en semanas, me siento y observo el paisaje pasar, que es lo único que delata dónde estoy: en un tren que nos lleva hacía nuestra nueva vida.
Cuando pierdo la cuenta del tiempo que llevo sentada observando el paisaje, una vibración en mi bolsillo me devuelve a la realidad. "¡Mi móvil!"
El teléfono fue una de las pocas cosas personales que conseguí salvar y me había olvidado completamente de él. Enciendo la pantalla y la luz deslumbra mis ojos, ya acostumbrados a la penumbra de la estación.
Deslizo el dedo pasando de pantalla en pantalla, intentando recordar para qué servían cada una de las aplicaciones. Instintivamente, mi dedo se va hacia el símbolo de Instagram, donde tengo una notificación; esto me sorprende, porque en la estación no había internet. Circulaban rumores de que los rusos habían interceptado la señal con algún tipo de aparato tecnológico. Pero lo más probable, como mi madre, que es científica, decía: algo había caído sobre el cable de corriente por el efecto de las bombas. Aunque eso no importaba, lo importante era echarles la culpa a los rusos.
Círculo un buen rato por las redes sociales y no me dejan de aparecer noticias y mensajes en contra de los rusos, mensajes de odio, de muerte. Esto me enfurece sorprendentemente, es verdad que los rusos nos están invadiendo y matando a nuestra gente, pero antes eran nuestros hermanos. En el instituto yo tenía una amiga que era rusa y conocía a sus padres, y por mucho que lo intente no soy capaz de imaginarlos con un tanque arrasando mi ciudad. “Esta guerra no es culpa del pueblo ruso, ellos no tienen voz ni voto. Ha sido y es decisión de su asqueroso presidente y las altas esferas. No podemos pagarlo con los ciudadanos”.
Mientras reviso en periódico, como todas las mañanas cuando estaba en casa, me llama la atención un título: “Una gota de pura valentía vale más que un océano cobarde”. Es la frase que contesta un soldado ucraniano cuando le preguntan por qué va a la guerra si podría morir cuando es entrevistado por los medios. Es lo que diría mi padre.
Tiempo después, mi madre se acerca y se sienta a mi lado haciéndome compañía. Aunque tengo la sensación que ella lo necesita más que yo. Tiene los ojos hinchados de tanto llorar y su bonito rostro se ha estrechado por culpa de semanas sin comer.
-Estoy orgullosa de ti -Su voz suena más áspera de lo que recordaba-. Ahora eres la mayor y tienes la responsabilidad de cuidar de Inha y Yakiv -Se detiene un momento y me mira.
Como ve que no digo nada, continúa:
-Sé que te gustaría haber ido con papá a luchar en la guerra, pero eres de más ayuda aquí, con nosotros.
-Gracias, mamá, estoy muy feliz de haberme quedado contigo -Intento sonreír porque sé que lo está pasando mal y me necesita.
Se ve que lo he hecho mejor de lo que pensaba, porque se va satisfecha.
Esa noche, ya entrando en Polonia, tomé una decisión: si no podía ir a la guerra como mi padre, encontraría la manera de ayudarle desde aquí y cuidar de mi familia al mismo tiempo.
Me desperté cuando el sol ya había salido, sin recordar haber escuchado las bombas. Debe ser que tenía remordimientos por no haber ido con mi padre, pero ahora sé que no hace falta ir a luchar para ayudar en la guerra. Todos podemos hacerlo de una forma u otra, solo hace falta encontrarla.
Horas después, llegamos a la estación de Polonia, a nuestro nuevo futuro, nuestra nueva vida en la que estoy decidida a ver lo mejor de la gente y ayudar a parar la guerra y reconstruir mi país