El calor y la humedad se mezclan en el aire y se impregnan con la crema solar en la piel pecosa de Marisa, que apoya el codo sobre el brazo de la silla de plástico. El cielo lo cubren extensos y densos nubarrones que no dejan pasar un solo rayo de sol. Envuelven el vecindario y casi parece que es lo único que existe. Los truenos, cada vez más seguidos y con menos potencia, estallan haciendo eco, rebotando en las barandillas, las verjas y las persianas de los chalés dispersos por la montaña. Su madre se acerca, arrastrando otra silla igual que la suya, de un verde oliva artificial y con el respaldo roto. Con la pierna izquierda corta, anda cojeando hasta Marisa. Se quita las sandalias de dos patadas, y las chancletas quedan dispersas por el extenso suelo de piedra que se eleva sobre la montaña. Su pelo corto y ondulado, blanco, blanco, blanco; está cubierto por una crema color violeta que lo pega al casco de la cabeza.
Llegado el momento, la tormenta amaina, Pilar se baña, Marisa despega el codo de la silla y pasea de lado a lado de la terraza y Amalia termina su libro. Las nubes aparecen y desaparecen, las hojas caen, la aurora y el crepúsculo se alternan. Amalia compra y empieza libros, hasta que comienza uno que no llega a terminar. El calor vuelve inevitablemente y en contra de la voluntad de Marisa, que encuentra a su madre en la luz de las mañanas de domingo en primavera, en el olor a limpio de su cocina y en los ojos de su hija.
-Ahora me gustan aún menos las tormentas –dice Pilar, apoyada en la barandilla.
Sobre la misma plataforma de piedra, madre e hija miran el horizonte. Una puesta de sol casi ocultada por nubarrones silenciosos. El color fuego del cielo y la tristeza en el pecho de Marisa parecen retroalimentarse. Se lleva la mano a la clavícula dorada y respira.
Siempre olía a ropa limpia. Siempre.
Pilar saca una caja de cigarrillos con un grueso letrero de “Fumar mata” y le ofrece uno a su madre. Ella lo rechaza y se coloca el pelo corto detrás de las orejas. El aire es ligero y la piscina refresca el ambiente. Marisa termina lo que queda de su bebida diluida en hielo y observa a su hija leer con el cigarrillo entre los labios. No puede contenerse y se lo reprocha.
-Pero si me los compraba ella –Sonríe Pilar.
-Ya decía yo que los que encontramos en su cuarto no podían ser suyos.
-Bueno, ella también se fumaba alguno de vez en cuando.
Marisa hace gestos exagerados, incrédula. Pilar levanta la mirada, verde, verde, verde, con los ojos llorosos. Unas líneas doradas brillan sobre su iris. Casi le parece verla en persona, buscándola desde otro cielo.
-Mi abuela era muy moderna. Y leía libros buenos.
Marisa se reclina a su lado, en silencio. Se sirve otra bebida, se diluye, la termina, Pilar termina el libro, el crepúsculo se convierte en aurora, tapan la piscina y tan sólo Marisa vuelve el julio siguiente.
Se refresca en la ducha exterior y mete la silla bajo el agua. No han destapado la piscina. ¿Para qué? Pilar la llamará en un par de horas, cuando amanezca en la ciudad europea en la que se encuentra, que puede ser perfectamente distinta a la de ayer. Marisa se envuelve en la toalla a rayas y se seca las manos con fuerza. La tarde todavía no ha caído, pero sabe que lloverá, lo nota en las rodillas. Abre el libro decidida, por el marcapáginas de la mesilla de su madre, y continúa la historia que ha encontrado en sus estanterías. Ha dejado de llorar las mañanas de primavera, y ha puesto un ambientador en la cocina. Pilar sigue teniendo los mismos ojos y ella lo agradece, porque ha tenido que aprender a apreciar a su madre en su ausencia.
- Espero que la gente tenga suficiente felicidad para ser dulce, suficientes problemas para hacerse fuerte, suficiente dolor para mantenerse humana, suficiente esperanza para ser feliz.
Le reconforta pasar las páginas y escuchar cómo suena el papel al bailar, porque así sonaba bajo sus dedos, y una sensación de herencia inversa, deconstruida y gratificante la invade al participar de lo que ha heredado de su hija, que su hija heredó de su abuela, que era su madre, y que al final ha llegado hasta ella.
-¿Qué has hecho? – le pregunta su hija.
-Pilar estaba jugando con unos tintes que ha comprado en el pueblo y me he prestado voluntaria para la prueba. Ahora soy una abuela moderna -se ríen en alto-. Espera a que lo vea tu padre –Amalia, la abuela, se sienta con dificultad.
-Eso sí que quiero verlo. Ahora cuando vuelva le llamamos.
Pilar le grita a su madre desde las escaleras de la casa, escondida entre arizónicas y arbustos con flores venenosas, con el pelo en una masa mucho más espesa de color rojo anaranjado, parecido al atardecer.
-¿A que está guapa?
La adolescente llega con los pies descalzos, extiende la toalla a rayas en el suelo duro y deja al descubierto las plantas de sus pies. Negras, negras, negras.
-¿Es que no tiene zapatillas? –pregunta la abuela.
-Claro que las tiene. Bien que las pide en todos los colores y formas para luego no ponérselas.
-Entonces, ¿por qué vas descalza?
-Porque las baldosas de dentro de casa están frías -responde Pilar.
-Pues vas a coger algo.
Un trueno las interrumpe tajante, más cerca que antes.
-Va a empezar a llover –dice Marisa-. ¿Pasamos?
-¡Oh no, hija! Van a ser cuatro gotas. Y así no tienes que quitarte el cloro de la piscina.
Amalia se pone la mano en el pecho y respira con fuerza.
-Anda, Pilar. ¿A que me traes mi libro? El de la mesilla del salón.
-Voy. Pero ahora después me doy un baño bajo la lluvia.
-Qué poético –replica la abuela entre risas, dedicándole una mirada cómplice a su hija.
-Pilar estaba jugando con unos tintes que ha comprado en el pueblo y me he prestado voluntaria para la prueba. Ahora soy una abuela moderna -se ríen en alto-. Espera a que lo vea tu padre –Amalia, la abuela, se sienta con dificultad.
-Eso sí que quiero verlo. Ahora cuando vuelva le llamamos.
Pilar le grita a su madre desde las escaleras de la casa, escondida entre arizónicas y arbustos con flores venenosas, con el pelo en una masa mucho más espesa de color rojo anaranjado, parecido al atardecer.
-¿A que está guapa?
La adolescente llega con los pies descalzos, extiende la toalla a rayas en el suelo duro y deja al descubierto las plantas de sus pies. Negras, negras, negras.
-¿Es que no tiene zapatillas? –pregunta la abuela.
-Claro que las tiene. Bien que las pide en todos los colores y formas para luego no ponérselas.
-Entonces, ¿por qué vas descalza?
-Porque las baldosas de dentro de casa están frías -responde Pilar.
-Pues vas a coger algo.
Un trueno las interrumpe tajante, más cerca que antes.
-Va a empezar a llover –dice Marisa-. ¿Pasamos?
-¡Oh no, hija! Van a ser cuatro gotas. Y así no tienes que quitarte el cloro de la piscina.
Amalia se pone la mano en el pecho y respira con fuerza.
-Anda, Pilar. ¿A que me traes mi libro? El de la mesilla del salón.
-Voy. Pero ahora después me doy un baño bajo la lluvia.
-Qué poético –replica la abuela entre risas, dedicándole una mirada cómplice a su hija.
Llegado el momento, la tormenta amaina, Pilar se baña, Marisa despega el codo de la silla y pasea de lado a lado de la terraza y Amalia termina su libro. Las nubes aparecen y desaparecen, las hojas caen, la aurora y el crepúsculo se alternan. Amalia compra y empieza libros, hasta que comienza uno que no llega a terminar. El calor vuelve inevitablemente y en contra de la voluntad de Marisa, que encuentra a su madre en la luz de las mañanas de domingo en primavera, en el olor a limpio de su cocina y en los ojos de su hija.
-Ahora me gustan aún menos las tormentas –dice Pilar, apoyada en la barandilla.
Sobre la misma plataforma de piedra, madre e hija miran el horizonte. Una puesta de sol casi ocultada por nubarrones silenciosos. El color fuego del cielo y la tristeza en el pecho de Marisa parecen retroalimentarse. Se lleva la mano a la clavícula dorada y respira.
Siempre olía a ropa limpia. Siempre.
Pilar saca una caja de cigarrillos con un grueso letrero de “Fumar mata” y le ofrece uno a su madre. Ella lo rechaza y se coloca el pelo corto detrás de las orejas. El aire es ligero y la piscina refresca el ambiente. Marisa termina lo que queda de su bebida diluida en hielo y observa a su hija leer con el cigarrillo entre los labios. No puede contenerse y se lo reprocha.
-Pero si me los compraba ella –Sonríe Pilar.
-Ya decía yo que los que encontramos en su cuarto no podían ser suyos.
-Bueno, ella también se fumaba alguno de vez en cuando.
Marisa hace gestos exagerados, incrédula. Pilar levanta la mirada, verde, verde, verde, con los ojos llorosos. Unas líneas doradas brillan sobre su iris. Casi le parece verla en persona, buscándola desde otro cielo.
-Mi abuela era muy moderna. Y leía libros buenos.
Marisa se reclina a su lado, en silencio. Se sirve otra bebida, se diluye, la termina, Pilar termina el libro, el crepúsculo se convierte en aurora, tapan la piscina y tan sólo Marisa vuelve el julio siguiente.
Se refresca en la ducha exterior y mete la silla bajo el agua. No han destapado la piscina. ¿Para qué? Pilar la llamará en un par de horas, cuando amanezca en la ciudad europea en la que se encuentra, que puede ser perfectamente distinta a la de ayer. Marisa se envuelve en la toalla a rayas y se seca las manos con fuerza. La tarde todavía no ha caído, pero sabe que lloverá, lo nota en las rodillas. Abre el libro decidida, por el marcapáginas de la mesilla de su madre, y continúa la historia que ha encontrado en sus estanterías. Ha dejado de llorar las mañanas de primavera, y ha puesto un ambientador en la cocina. Pilar sigue teniendo los mismos ojos y ella lo agradece, porque ha tenido que aprender a apreciar a su madre en su ausencia.
- Espero que la gente tenga suficiente felicidad para ser dulce, suficientes problemas para hacerse fuerte, suficiente dolor para mantenerse humana, suficiente esperanza para ser feliz.
Le reconforta pasar las páginas y escuchar cómo suena el papel al bailar, porque así sonaba bajo sus dedos, y una sensación de herencia inversa, deconstruida y gratificante la invade al participar de lo que ha heredado de su hija, que su hija heredó de su abuela, que era su madre, y que al final ha llegado hasta ella.
Hermoso, tierno, humano
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