Me desperté como todas las mañanas a la misma hora, me duché, me vestí, desayuné y como otro día cualquiera salí corriendo hacía el Instituto. Allí pasaba la mayor parte de mi tiempo, pero en el trayecto de casa a clase fui consciente de todo lo que me rodeaba, de lo rápido que se mueve el mundo. Y es que, por primera vez, fui consciente de que no paramos de correr de un lado a otro todo el tiempo, no paramos de correr para ir a cualquier lado, y por primera vez me sentí agobiada, con tanta gente corriendo sin sentido. Y entonces, de repente, me vino a la cabeza: parecíamos recién sacados del cuento de Alicia en el País de las Maravillas, todo el rato persiguiendo al tiempo, haciendo las cosas a contrarreloj, y este que se nos escapaba de las manos, huyendo de nosotros como el conejo huía de Alicia.
Esa mañana transcurrió como otra cualquiera, la misma rutinaria vida de siempre, pero el tiempo iba pasando, y sin darme cuenta, ya era la hora de irme, así que recogí mis cosas y me marché a casa. Fue entonces cuando llegué y me encontré con una situación que iba a cambiar mi vida por completo: una de mis amigas de la infancia estaba en el porche de mi casa llorando, rota de dolor y desconsolada. Al verla, me quedé paralizada, y sabía que algo no iba bien. Traté de tranquilizarla y la invité a pasar dentro, le ofrecí un vaso de agua y la acomodé en el sillón. Cuando, por fin, consiguió articular palabra y entendí lo que trataba de decirme, la que se quedó sin palabras fui yo.
Mi querida amiga vino esa tarde para contarme cómo otra amiga nuestra había muerto a causa de un repentino ataque al corazón, un fallo en ese músculo que nos da la vida. No supe reaccionar, me quedé sin palabras, empalidecí en el momento y sentí temblar mis piernas bajo ese suelo que tan bien conocía y que ahora, sin embargo, me parecía de lo más extraño. No podía creerme lo que me estaba contando. Cuando conseguí volver en mí y ser dueña otra vez de todo mi cuerpo, me cambié y rápidamente bajamos al tanatorio. Necesitaba verla, no podía creerme cómo alguien tan joven y sana podía haber muerto así, tan rápidamente, en cuestión de segundos.
Cuando llegamos allí, el panorama era peor de lo que nos imaginábamos: la gente destrozada, caras largas y pálidas por todos lados, gente que se te acercaba para darte el pésame y los gritos de desesperación y dolor que provenían de sus familiares. Aun así, mi amiga y yo decidimos pasar a verla, era la última vez que podríamos ver su preciosa carita, la última oportunidad que teníamos para decirle adiós a nuestra querida amiga. Y así lo hicimos. Pasamos toda la noche allí con sus familiares y, al día siguiente, subimos a nuestra casa, nos duchamos, nos cambiamos y volvimos a bajar; no queríamos separarnos de ella.
A la mañana siguiente era su entierro. Iban a enterrar a nuestra pequeña amiga. Era difícil de aceptar, y fue estrictamente doloroso y amargo pasar por este trago con 21 años que teníamos. Pero lo increíble de esta historia es que no hacía ni un año que habíamos enterrado a otro de nuestros amigos. No podíamos creer lo que estábamos viviendo. Pero la vida proseguía su curso, no se detuvo ni un momento y, con el paso del tiempo, acabamos aceptándolo.
Y ahora, con 22 años, y tras un año reflexionando, mi amiga y yo hicimos un pacto, puesto que no sabíamos cuándo podría ser nuestro final: puesto que antes nos quejábamos por cualquier chorrada que nos pasaba, decidimos que aprovecharíamos cada instante, cada momento, cada minuto y segundo para disfrutar la vida, y no dejarnos nada que quisiéramos hacer para otro momento; porque, como hemos comprobado, a veces el destino, la vida, ya tiene planes en los que no cuenta contigo.
Es triste ver cómo aparecen situaciones límites en tu vida que te piden que aflojes con los problemas, que te piden que vivas cada segundo que permaneces viva, que disfrutes del tiempo limitado que tienes, porque nunca sabrás cuándo puede ocurrirte a ti.
Así pues, desde ese mismo instante, ambas decidimos que haríamos todo lo que siempre habíamos deseado hacer y que, por "falta de tiempo", se habían quedado en el tintero de las cosas pendientes. Mi consejo es que nada, ni nadie, ni siquiera el tiempo, te impida hacer las cosas que realmente quieres realizar, pues nunca sabes dónde y cuándo te puedes encontrar con tu destino y el triste final.
A la mañana siguiente era su entierro. Iban a enterrar a nuestra pequeña amiga. Era difícil de aceptar, y fue estrictamente doloroso y amargo pasar por este trago con 21 años que teníamos. Pero lo increíble de esta historia es que no hacía ni un año que habíamos enterrado a otro de nuestros amigos. No podíamos creer lo que estábamos viviendo. Pero la vida proseguía su curso, no se detuvo ni un momento y, con el paso del tiempo, acabamos aceptándolo.
Y ahora, con 22 años, y tras un año reflexionando, mi amiga y yo hicimos un pacto, puesto que no sabíamos cuándo podría ser nuestro final: puesto que antes nos quejábamos por cualquier chorrada que nos pasaba, decidimos que aprovecharíamos cada instante, cada momento, cada minuto y segundo para disfrutar la vida, y no dejarnos nada que quisiéramos hacer para otro momento; porque, como hemos comprobado, a veces el destino, la vida, ya tiene planes en los que no cuenta contigo.
Es triste ver cómo aparecen situaciones límites en tu vida que te piden que aflojes con los problemas, que te piden que vivas cada segundo que permaneces viva, que disfrutes del tiempo limitado que tienes, porque nunca sabrás cuándo puede ocurrirte a ti.
Así pues, desde ese mismo instante, ambas decidimos que haríamos todo lo que siempre habíamos deseado hacer y que, por "falta de tiempo", se habían quedado en el tintero de las cosas pendientes. Mi consejo es que nada, ni nadie, ni siquiera el tiempo, te impida hacer las cosas que realmente quieres realizar, pues nunca sabes dónde y cuándo te puedes encontrar con tu destino y el triste final.
No hay comentarios:
Publicar un comentario