Marco, ya decidido, fue en su busca. Cogió la chaqueta y salió de casa. Se sabía el camino a la casa de Elizabeth perfectamente: cruzó el paso de peatones, giró a la derecha, dos a la izquierda y cuando y estaba en la puerta, paró, miró el timbre, suspiró, y finalmente, llamó. Inesperadamente, abrió la señora Linch.
Marco preguntó si estaba Elizabeth y la señora le contestó que no, que su hija había ido a la biblioteca con un compañero de clase, cuyo nombre le era desconocido. Marco se despidió y se marchó, dirección a la biblioteca. Diez minutos después, ya estaba allí. No estaba seguro de si debería hacerlo, pero no podía aguantar dos años más sin que Elizabeth conociera la verdad. Entró y comenzó a buscarla. La encontró en el primer piso, con Mary, una amiga. Un suspiro de alivio se le escapó al saber que la persona con la que había ido no podría causar ningún problema entre ellos. Se acercó.
-Elizabeth -la llamó en susurros Marco, cuando ya estaba tras ella. Ella se giró y con una sonrisa le dijo:
-Hola Marco. ¡Qué sorpresa! ¿Qué querías?
-¿Podemos hablar a solas?
Ella se levantó y le acompañó fuera. Le siguió hasta un banco, donde se sentaron los dos.
-Hay una cosa que te quiero decir -soltó Marco cuando ella ya se había sentado. Sin esperar respuesta continuó-. Elizabeth, ya sé que esto sonará un poco… ¿cómo decirte? Raro. Nosotros nos conocemos desde hace más de diez años. Pero últimamente siento por ti algo diferente. Como si ahora, en vez de verte, te sintiera. Cada vez que te miro, siento que… Elizabeth, yo… yo te quiero.
El estupor de Elizabeth fue inexpresable. Enrojeció, se quedó mirándole fijamente, indecisa y muda. Él lo interpretó como un signo favorable y siguió manifestándole todo lo que sentía por ella desde hacía tiempo.
-Tus ojos hacen que mis rodillas tiemblen. Tu pelo parece oro a mis ojos. Tu sonrisa, simplemente me arrebata la tristeza. He venido porque, sencillamente, sabía que no podría aguantar un día más sin confesarte lo que siento. No espero ser correspondido. Sé que no soy muy guapo, pero si algún día comprendieras lo que siento y me aceptaras, pues yo…
Su frase se vio interrumpida por el ruido del padre de Elizabeth en el coche pitando para que se diera prisa.
Elizabeth se levantó, miró a Marco, sonrió disculpándose y se marchó corriendo. Marco no sabía qué hacer. Se había quedado a medias, pero por lo menos ella ya lo sabía.
Se quedó como hipnotizado, analizando lo ocurrido en el banco, solo, hasta que la llegada del atardecer le hizo despertar de su reflexión. Miró el reloj. Eran las ocho y media. De camino a casa se preguntó qué estaría haciendo ella.
Elizabeth había llegado a casa hacía un rato y tras saludar a su madre, subió a su habitación. Cerró la puerta y se sentó en la cama. Todavía no conseguía asimilar lo que Marco le había dicho. Se puso a pensar en él. Ella lo veía como un chico normal, moreno, alto. Sus ojos verdes siempre le habían gustado. Era simpático y generoso y siempre había sabido que podía confiar en él. Cuando estaba triste, o simplemente tenía un problema acudía a él, porque sabía que él podría distraerla y ayudarla. Su forma de vestir le llamaba la atención. Ahora que lo pensaba, siempre habían sido como hermanos. Cuando no eran más que niños, ella siempre había pensado que se casaría con él y que tendrían hijos y vivirían en una bonita casa. Pero claro, solo eran niños. Y ahora… Entonces su madre llamó a la puerta y dijo:
-Tienes visita.
No hay comentarios:
Publicar un comentario